Se
ama más, lo que con mayor esfuerzo se
consigue
Voy a contarles mi historia, el por qué de mi existencia. Corría el año 1950, un club de fútbol barrial con enormes aspiraciones se había gestado en las afueras del pueblo de Coronel Vidal, situado a 60 kilómetros de la ciudad de Mar del Plata. Con bastones de color azul y amarillo en su casaca, y una gran ilusión de convertirse en el grande de Mar Chiquita, nacía el Club Atlético Belgrano.
No voy a detenerme en profundizar detalles que para la ocasión no son relevantes. Me enfocaré directamente en el punto de este relato.
Es el día de hoy, luego de muchos años de lo sucedido, que continúo sintiendo a las tribunas gritar, alentar, acompañar al equipo ese domingo, en el entonces, Estadio "Juan M. Beltrami" situado en la calle que posee su mismo nombre. Belgrano se enfrentaba contra el América de General Pirán, en un derby que para el barrio, era hasta más apasionante que un River-Boca. El encuentro a disputar designaría al vencedor, como el Campeón de la Liga de Fútbol de Mar Chiquita.
El partido tuvo de todo; millones de jugadas claves, un abundante juego brusco. Ninguno de los dos equipos era más que el otro. Fue peleadísimo. Faltando un minuto para que finalizara el cotejo, con el partido empatado, surge un tiro libre en mitad de cancha, a favor del equipo de Vidal. Su arquero, Ernesto Lima, pide la pelota para hacerse cargo de la ejecución. Nadie creía que la iba a, como se diría coloquialmente, “clavar en el ángulo”. Pero así fue. Belgrano ganó el partido por 1 a 0, con un golazo, nada más ni nada menos, que de su propio guardameta. Se coronó campeón por primera vez en su historia. Y en este momento, es en donde aparezco yo. Caí en las manos de uno de los integrantes de ese plantel. Alguien que daba la vida por esa camiseta, amante del fútbol pero por sobre todas las cosas, amante de Belgrano. Su nombre es Oscar Cuello, campeón con el club en 1951. Me cuidó durante más de cincuenta y ocho años. Estuve guardada en la repisa de su habitación, hasta que en 2009 decidió cederme a otras manos, las de su nieta. En sus génes lleva la pasión por este deporte, y su abuelo se encarga de regar ese sentimiento domingo a domingo, cuando se sienta junto a ella a narrarle historias de cuando fue jugador, o mismo, de cuando viajaba más de 400 kilómetros para alentar a Independiente, el club de sus amores junto a, por supuesto, Belgrano.
Y acá me encuentro ahora, junto a ella, quién ya no es más esa pequeña niña que me recibió con una sonrisa y lágrimas de emoción y orgullo en su rostro. Ahora es una joven, estudiante de, claro está, Periodismo Deportivo. La acompaño siempre, en cada partido que disputa “El Rojo” cuando me besa al comienzo del encuentro; soy algo así como su “cábala”, o su amuleto de la suerte. En realidad, no soy más que un recuerdo de la persona a quien ella ama y admira profundamente.